
En Caripito, puede llover en cualquier época del año, por varios días seguidos, y puede ocurrir con tal intensidad, que hay que refugiarse de los rayos y centellas, que, tras un espantoso estallido, caen hacia lugares impredecibles.Ya, un año antes, a causa de lluvias como ésas, yo había visto como el río Caripe, transformado en un gigantesco lago de color ocre, escapaba de su cauce y tomaba por asalto a los pobladores de “Caripito abajo”, dejando damnificadas a cientos de familias, causándoles grandes pérdidas a los comerciantes e instituciones establecidos en esa zona, y creando una angustia inédita en la población. La tristeza fue mayor cuando, desde los lugares más altos, vimos al Doctor Diógenes Alfonzo y su esposa Magdalena, rescatando uno a uno, con la ayuda de una curiara, a los pacientes, que se encontraban hospitalizados en la Clínica perteneciente a la pareja mencionada; mientras el nivel del agua subía, de cuarenta centímetros que tenía a las diez de la mañana, hasta llegar a metro y medio, en horas de la tarde; cuando, con el apoyo de dos agentes bomberiles, que se les agregaron, rescataron las últimas dos personas.
-Ven mijo, vámonos, ponte este “paño” en la cabeza- dijo mi tía. Salimos de la casa, y cerramos con mucho cuidado para no despertar a nadie más.Afuera hacía frío, y apenas comenzaba a aclarar. Ella había recogido los machetes que estaban en el patio la noche anterior, y ahora los llevaba envueltos en papel, y metidos en una especie de saco con asas. Nunca supe cual era el verdadero nombre de esos sacos con asa; algunos les decían “marusa”; a mí me parecían más bien unos “mapires”, pero éstos no poseen asas cortas, y son tejidos con hojas de palma.
-Espérame aquí un momento que voy donde Natividad Figueroa y ya regreso-. Me sorprendí de ver que, a esa hora, el señor Natividad la esperaba. Conversaron brevemente, y enseguida mi tía volvió con un manojo de llaves en las manos. -Vamos mijo, tápate bien con el paño- volvió a decir. Casi inmediatamente, comenzó a hablar en voz baja, como a un tercer interlocutor. Yo estaba acostumbrado a esas misteriosas conversaciones, mi tía hablaba muy frecuentemente así, especialmente, cuando se encontraba sola. Era normal escucharla decir oraciones encomendándose a la Santísima Trinidad, a San Judas Tadeo o a José Gregorio Hernández; sobre todo, si se trataba de un viaje, o si había que enfrentar alguna situación que parecía novedosa, o simplemente, una travesía.
Nos disponíamos a cruzar la calle Sucre, cuando vimos pasar un autobús de color plateado, recogiendo al personal de la Creole que se dirigía a iniciar sus labores cotidianas. El autobús se detuvo frente a la casa de los Rodríguez; recogió a una persona, que creo era el señor Mago, y luego avanzó hasta “La Isla”, donde recogió al señor Gabriel; a este último, los muchachos, con cariño, le decíamos “Tío Yengo”, repitiendo el apodo que usaban sus verdaderos sobrinos: los Robles y los Latuff. Cruzamos, y bajamos por la Calle Piar.
Comenzaba a amanecer. Desde la parte alta de la escalinata se divisaba el horizonte. El cielo estaba bastante despejado, y ya los tonos de azul celeste mostraban, como especie de “motas” rosadas y anaranjadas conformadas por múltiples y muy pequeñas nubes, esparcidas en el inmenso cielo. Allá, bien abajo, en el horizonte, una breve franja de luz, muy rojiza, como un pedazo de hierro recién fundido, anunciaba la salida del sol. Bajamos las escalinatas, pasamos frente a la planta de hielo de la calle Guaicaipuro y cruzamos la avenida Boyacá, en dirección a la Nueva Esparta. Yo caminaba con la mirada tendida hacia el Liceo Monagas; allí, justo al lado del liceo, quedaba el Mercado Municipal, y también la escuela donde entonces yo cursaba el cuarto grado de primaria: mi querida escuela Pedro Gual. En el pueblo se rumoraba que iban a mudar el liceo Monagas, y yo no sabía si nosotros, los de la escuela Pedro Gual, también nos íbamos a tener que mudar, porque la escuela funcionaba en el mismo terreno.
Avanzamos hacia la Estación de Servicio Philips y cruzamos a la derecha en dirección al Club Marino “El Ranchito”. Justo al llegar allí, la carretera se abría en dos vías: una, asfaltada, a la izquierda, que continuaba hacia el muelle donde cargaban los buques o “tanqueros” que entraban por el río San Juan a abastecerse de petróleo; y la otra, una carretera de granza, a la derecha, que nos guiaría hacia los conucos de Caripe Viejo. Mi tía Carmen se detenía a ratos, para que yo descansara. Ella trataba de evitar que me fatigara con la caminata, pues en ocasiones previas, me había dado crisis de asma, y eso era algo que ella no quería que ocurriera; mucho menos a causa de este paseo. La noche anterior, ella había estado a punto de cancelar mi visita a Caripe Viejo, porque no quería que me fuera a mojar. Yo le había dicho que yo, al igual que ella, creía que no iba a llover más, y que si no llovía ese domingo la acompañaría. Caminamos uno o dos kilómetros más, hasta llegar a un portón con candados. Allí se detuvo un momento y dijo: -Este es el terreno de Natividad, cuando vengamos de donde Centeno vamos a entrar a buscar unos mangos, y unos aguacates.
Avanzamos un trecho no muy largo hasta llegar al conuco de Centeno. La entrada era un camino entre pequeños arbustos. Estaba bastante húmedo. Tenía marcas recientes de llantas de bicicleta, y estaba salpicado de pequeñas pepas de “jobito e’ río”, las cuales caían de unos árboles muy altos y frondosos, ubicados a ambos lados del camino. A unos metros más se divisaba la vivienda: un pequeño rancho construido sobre una especie de terraza, con largueros de caña brava, bejucos, y láminas de zinc. La alegría del señor Centeno, su esposa, y una niña -que creo era su hija- no la podían ocultar, al vernos llegar. No habían recibido visita quién sabe desde cuando. Nos recibieron muy emocionados, nos ofrecieron casi de inmediato, un poco de dulce de jobo que habían preparado para la ocasión, desde el día anterior. Yo ya conocía ese dulce, pues era uno de mis favoritos en mis viajes de vacaciones escolares a Guaraúnos, el pueblito del Estado Sucre donde nací.
Al poco rato de estar allí, mi tía Carmen ayudaba a pelar unas mazorcas, mientras la otra señora juntaba unos tizones sobre el fogón, y agregaba trozos de leña para avivar la llama. El señor Centeno quería aprovechar los conocimientos de cocina de mi tía Carmen, para preparar una “mazamorra” de jojoto. Me puse a curiosear por allí sintiéndome también muy contento; había descubierto en los alrededores, muchas pepas de “guaraguao” y cantidades de “cachitos”, esparcidos en el suelo, bajo los árboles de donde brotaban. Yo recogía los que veía en mejor estado, los metía en mi bolsillo y sacaba cuenta de a quienes de mis amigos les iba a llevar aquellos obsequios tan apreciados. El señor Centeno me vio curioseando la bicicleta que él tenía recostada a una mata de “catuche”, y me ayudó a montarla, sin soltarme, pues el vehículo era muy grande para mí. Me enseñó a meterme por dentro del cuadro de éste para poder pisar los dos pedales. Así estuvimos un rato y cuando percibió que yo ya no quería montar bicicleta, me invitó a recoger unas frutas. Tenía matas de cambur, jobo, ponsigué, cerecitas, anón, granada, y muchas otras.
Había muchos pájaros, y él me decía los nombres de cada uno de ellos. Yo había oído, desde que llegamos, el sonido de los pájaros, pero noté que se oye diferente cuando estás pendiente de otras cosas, a cuando estas tratando de “escucharlos”. Allí fue que noté, sin verlos, que había más de doce tipos de pájaros cantando. El señor Cent
eno me señalaba con sus dedos los árboles donde había nidos, y también, los pájaros que frecuentemente ejecutaban un vuelo entre las frondas. Me decía: ése es el arrendajo, aquel es un “Cristo fue”, ése el pico e’ plata, la tórtola, el azulejo, la paraulata, el pitirre; y hasta un colibrí, que estuvo revoloteando, sobre una flor de cachupina, muy cerca de mí.

En Guaraúnos, yo había aprendido a reconocer algunos de ellos, pero ahora, allí, en Caripe Viejo, el señor Centeno me había dado una corta lección acerca de la naturaleza, y yo me daba cuenta, de que no correspondía sólo a mí, decidir de quienes iba a aprender algo en la vida. Me quedé abstraído por un momento, recordando el gran esfuerzo que, para que pusiéramos atención a sus enseñanzas, tenían que hacer mis maestras de la Pedro Gual. Me vinieron a la mente, cada una de ellas: Gladys, Carmencita Guilarte, Magalys de González, y la que había tenido durante ese año escolar, la maestra Teresita Rangel, a quien le había tocado la difícil tarea de enseñarnos los números quebrados. Me sentí invadido por una sensación de inmenso amor y cariño, y creo que sonreí, porque el señor Centeno me dijo en ese instante –Ajaaaa, te estás aprendiendo los nombres de los pájaros de memoria-. Le seguí la corriente y le dije que sí. Él continuó entonces repitiendo: -Una paraulata, un arrendajo, ése es un piapoco... un piapoco... ¿lo viste?, ven, ven... vamos a ver donde se paró, vamos a ver si canta, para que oigas el canto del piapoco.
Un rato después llamaron a comer. Había muchos tipos de verduras sobre la mesa. La mesa estaba construida con caña brava, y a ambos lados había unos troncos donde se podía uno sentar muy cómodamente. –Come, hijo- decía Centeno-. –Carmen, ¿le puedo dar mapuey y batata al niño?- decía. Yo mismo respondí que sí. Quería probar nuevamente aquellas cosas que antes no me habían gustado. Mi tía se quedó extrañada de mi respuesta, pues ella nos había ofrecido eso en la casa y nunca lo comíamos.Le dije que quería probar a ver si aprendía a comerlo. Ella lo que agregó fue -Miguel es buena boca, pero Ramón... huummm, ña pa ñe, salí tan di, alé de mué-. Una vez más escuchaba esa expresión de parte de mi tía Carmen, pero no entendía nunca qué era lo que significaba; y Centeno, lo que hizo fue reírse. Creo, de todas maneras, que los decepcioné, pues, no hice sino probar el mapuey, y ya, no continué comiéndolo. La batata era muy dulce, para mi gusto, y solo comí un poco. Centeno me preguntó -¿Y no te gusta ocumo chino?-. Los ojos se me iluminaron, más aún, cuando vi que detrás de Centeno venía la señora con arroz blanco recién preparado, y un plato con unas “conchúas” guisadas con bastante ají, pimienta y curry. Todo aquello me era familiar, porque eso sí lo había comido, y me encantaba. Cuando pasamos a comer el postre, me arrepentí de haber comido tanto ocumo chino con conchúas, pues, aquella mazamorra estaba que ni el mejor pudín de chocolate le podía superar en sabor.
Antes de que nos diéramos cuenta, la tarde comenzaba a caer y Centeno ya había recogido unas verduras para que nos las lleváramos a casa. Mi tía Carmen le agarraba el peso a los sacos, pues aún tenía que pasar por lo de Natividad, a recoger unos mangos y unos aguacates. Nos despedimos, y, en sus miradas, sentí nuevamente la emoción de aquellas personas. El señor Centeno tenía los ojos brillosos y no se cansaba de decir que podíamos volver cada vez que quisiéramos. La señora también repetía lo mismo.
Cuando nos fuimos de allí, en una de esas que miré hacia los lados, me pareció ver una lágrima en el rostro de mi Tía Carmen. Ella se lim
pió la cara y me dijo: -Camina mijo, ya estamos cerca del terreno de Natividad. En el conuco de Natividad estuvimos una hora más; allí pude ver todo tipo de mangos. Como eran muy variados quería llevarme uno de cada tipo para enseñárselos a mis amigos; había mango Tin, Dudú, Chiquito, Tablita, Pecho e’paloma, Trementina, Hilacha, y uno que conocí ese domingo que le dicen Carvá, y que podía llegar a ser tan grande como un melón de regular tamaño. El terreno de Natividad estaba lleno de árboles frutales, y además había mucho café y cacao. Los árboles más grandes eran los de mangle, luego en menor escala estaban los mangos, aguacates y pumalacas; le seguían en tamaño las matas de cacao, café y plátano; finalmente al nivel más inferior estaban las matas de tomate, auyama, patilla, y muchas matas de verduras como las que tenía el señor Centeno. La recolección se hizo muy rápido porque todo estaba al alcance de la mano, y además, porque ya era hora de retornar al pueblo. Tomé un pequeño saco de tela en el cual estaban los mangos, y comenzamos a caminar.

Cuando habíamos andado unos pasos nos conseguimos con un señor de unos cincuenta años, que esperaba agachado a un lado de la carretera. -Carmenoooo-, dijo el señor.-Juan, ¿qué haces ahí, a quién esperas, hijo?-Nooo, el señor Centeno me dijo que ibas a subí pa’ Caripito arriba con unas verduras y que estabas aquí, y te estaba esperando pa’ ayudate. Mi tía Carmen le dio un saco a Juan y se quedó con el otro, porque él llevaba un saco casi lleno de ocumo chino enganchado en su cabeza. Yo caminaba detrás del señor Juan, y le calculaba la estatura, alcanzaría los dos metros o un poco menos. Tenía los pies descalzos, y con unos dedos que eran lo más parecido a un trozo de ocumo. Caminaba con los brazos y los pies un poco abiertos, pero sin muestra de ningún tipo de cansancio. Se detenía a esperarnos, y luego continuaba en silencio.
Cuando nos aproximábamos al Club Marino “El Ranchito”, el señor Juan advirtió que yo me pasaba el saquito de mangos, de una mano para la otra, y me dijo –Muchachitooo, dame acá–. Agarró el saco con la otra mano, y agregó: -camina alante, camina-. Yo sólo obedecía.
Pasamos frente al club, y nos cruzamos con unos marineros que se disponían a regresar a un buque que estaba cargando en el muelle. Continuamos, y pasamos a un lado del liceo, donde acababa de terminar un juego de béisbol, y la gente se estaba retirando de las gradas. Allí, en la esquina de la mueblería de Marcelo Clavaud, nos encontramos con la señora Ventura, que regresaba de vender dulces en el estadio del liceo. Ella y mi tía Carmen se detuvieron a conversar un momento. La señora Ventura me ofreció un “paticoscó”; especie de empanada crujiente a base de harina, rellena con conserva de coco. Le ofreció uno también al señor Juan, pero él dijo: –Nooo, gracias, yo me voy a tomar un “esnobor” o una chicha de Abilio cuando llegue a Los Cerritos.
Juan Sicoca, como le decían, y yo, subimos las escalinatas, y al llegar arriba, nos detuvimos a esperar a las señoras, que venían conversando muy animadas. En lo alto del cielo, una nube de pericos se desplazaba con mucha algarabía, más allá un papagayo, totalmente a la deriva, acababa de ser sorprendido por la filosa cola de una picúa, contra la cual, seguramente se había enfrentado.Recorrí el cielo con la mirada e intenté desde allí, divisar el trayecto recorrido, pero sólo pude alcanzar a ver hasta el club marino. Caripe Viejo, en la distancia, era un horizonte de Mangle, cobijado por una leve bruma.
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